30/12/08

De cómo tres hermanos se encaraman a un bus...

Cuando pasé a recoger al Gran Hermano, llovía copiosamente. Traté de llamarlo por teléfono con el móvil pero su obsesión por mantener en funcionamiento un aparato con medio hálito de vida se había tornado en manía.

Tras varios intentos sonó la voz de una mujer al otro lado de las ondas. Era su mujer. Fue una conversación breve. Un corte brusco de la conexión me hizo pronunciar varias frases al vacío. Un saludo cortés fue lo único que pudimos salvar de aquel breve intercambio.

Lo intenté de nuevo. Apagado o fuera de cobertura. Resignado volví a colocar el móvil en el bolsillo de la chaqueta y proseguí conduciendo.

Al llegar a la altura de su casa no reconocí el lugar. Un frondoso jazmín, amplio en salud y muy generoso en flor, poblaba la valla de la vivienda del Gran Hermano. Tuve que aplicar la vista entre las imágenes borrosas, deformadas por los hilos de agua deslizándose cristal abajo. Hice sonar el claxon.

Paraguas en mano, la mujer del Gran Hermano salió a recibirme. Bajé del coche y le deseé felices fiestas. Me instó a que aparcara y entrara. Y así lo hice. El Gran Hermano aún no había terminado de prepararse para una de las grandes citas guasonas anuales.

Saludé a Rocío. Jugaba con pequeñas figuras del Belén. La prima del Gran Hermano -junto a su marido- presente en el salón, conminó a la pequeña a que me saludara. Con un leve mohín entendí que no tenía la menor intención de hacerlo. Ni se me ocurrió insistir. No me gustaba en absoluto que me obligaran de pequeño a besar a gente que no conocía.

En ese momento bajó el Gran Hermano. Tras la oportuna inspección y consejos de su mujer para que no empeorase el resfriado, partimos hacia Ciudad Expo. No me pude aguantar y le conté mis planes de cambiar de coche. Estuvo contándome su experiencia con los 4x4. El Lexus -me advirtió- gasta mucho.

Nos habíamos retrasado y, claro, el Hermano Abuelo, resguardado bajo la evidencia de haber estado jugando a golf, llevaba esperando unos minutos ya en la parada del autobús. La pérdida de peso y el gorro calado hasta las cejas que llevaba -imprescindible para salir de casa, así lo confesó- nos hicieron dudar sobre si era él. Era él, con sus manos enfundadas en unos "calentitos" guantes marrones a juego con el gorro. La bufanda hacía juego con la chaqueta, comprada cuando los kilos aún pesaban en el abdomen.

Lo convencimos para que se subiera el coche y recorriera la distancia desde la casa del Hermano Chincheta hasta la misma parada que había abandonado hacía unos minutos. Un santo.

Por fin alcanzamos de nuevo la parada. Lo primero fue preguntarnos si el autobús que se acercaba iba para Sevilla. Evidentemente no iba. Un hermoso cartel escrito con la desesperación de los conductores lucía pegado en el cristal. "NO VA A SEVILLA". Evidentemente, no hacía falta preguntar.

Al segundo hubo mejor suerte y nos subimos. Fue cuando llamé al Hermano Pepote. Coincidió -creo- con el episodio del cigarrillo con la adolescente que podéis leer abajo. Hice lo propio con el Hermano Miliki. Me dijo que el Hermano Loco estaba a su lado.

Hasta llegar a San Juan, todo fueron conjeturas sobre cuál sería el comportamiento del Hermano Loco aquella noche. Todo una incógnita en aquel momento...

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